domingo, 28 de abril de 2013

12. Nina y Koldo

He llegado a saber recientemente que dos viejos conocidos de este blog (para más detalles basta ver los posts del mes de febrero) entraron en contacto, o mejor dicho, en colisión, hace ya un puñado de años. ¡Qué casualidades tiene la vida! (El mundo es un pañuelo y España, un Kleenex.) Koldo se enteró de lo que valía un peine cuando conoció a Nina.
Nuestra heroína presentó su candidatura a cabrona mayor del reino en el último año del instituto. Necesitaba más nota en Matemáticas para pasar el corte de Selectividad, como si la muy bruta pudiera estudiar otra carrera que no fuera Asnología, razón por la cual pidió revisión de examen. Koldo flipó en colores. La albóndiga quería un sobresaliente a pesar de tener un cinco pelado, es decir, había sacado un tres y pico y le había aprobado para que le cuadraran los porcentajes. Cuando un profesor tenía un índice de suspensos demasiado elevado le breaban a informes por estropear la tasa de rendimiento del centro, y él era un vago de siete suelas, así que optó por darle un aprobado «político». Por no cercenar el futuro de la alumna. Por el instituto. Por la calidad de la enseñanza. Por la causa. Por la patria. Por no dar golpe.
Pero lo del sobresaliente era excesivo. Koldo se negó a levantarle la nota. Muy digno él. Una caradura ella. ¿O era al revés? Con estos dos nunca acabo de tenerlo del todo claro.
Sea como fuere, la albóndiga le metió una demanda por acoso sexual sin pestañear. Sin testigos ni pruebas ni razón, pero con un abogado, una montaña de patrañas y un mar de lágrimas para que colase la trola.
Nadie creyó a Nina. En parte porque era mentira, y sobre todo porque Koldo, virgen a los 48 años, no daba el perfil ni por asomo. Fue uno de esos casos curiosos en que los defectos del reo exculpaban a este social y jurídicamente.
Eso sí, fue un trauma para él: estuvo rellenando papeles, formularios y otras mandangas hasta decir basta. Hacía años que no trabajaba tanto.
Y así fue como el vago conoció a la jeta.


lunes, 15 de abril de 2013

11. Nerea

Judas a su lado era un aprendiz. ¡Y por treinta monedas, habrase visto despropósito mayor! De niña se ponía enferma cada vez que el cura leía ese pasaje de los Evangelios. Por el hijo de Dios el muy merluzo tendría que haber sacado cien veces más. Y para más inri debía identificarle en el huerto de los Olivos, con lo cual corría un riesgo personal. ¡Encima! Una cosa es ir por la espalda, y otra pringarse. Eso debía pagarse como un plus. Todo traidor que se precie ha de pensar en la continuidad, y si te implicas no duras en ese negocio. Lo dicho, Judas era un aprendiz y un incauto de tomo y lomo.
Y luego el muy tonto va y se ahorca por remordimientos. Si es que Dios da pan a quien no tiene dientes. ¡Ella jamás desaprovecharía una oportunidad así!
No. Desde luego.
Nerea nunca ha tenido problemas de conciencia. Ombligo sí, y morro también, pero la conciencia es un concepto ajeno a la muchacha. Posee un concepto elevado de su talento. Habría vendido a su madre por dinero, si es que alguien hubiera estado dispuesto a pagar por esa vieja carcamal de lengua viperina aficionada al coñac, pero jamás por cuatro perras. Sostiene que la traición no puede ser barata. En su despacho tiene un póster que reza: «Si pagas con cacahuetes solo trabajarán para ti los monos».
Barata no es. Imagino que ya se habrán dado cuenta.
Y eso es una convicción que le viene de lejos. Las compañeras del colegio le cantaban «Acusica, barrabás, en el infierno te verás y nosotras en la gloria, comiendo pan y cebolla». Pero lo cierto es que las tenía acongojadas a todas con sus chivatazos. Además, si la gloria era comer pan y cebolla, Nerea prefería el infierno con Chanel, Ralph Lauren y Armany. Las beatas siempre fueron unas ordinarias.
Durante años fue propietaria de una agencia de detectives y ahora, con la crisis y este ambiente tan sanote que reina en la vida pública española, ha ampliado el chiringo: forma parte de la cúpula de un partido político. No me pregunten cómo, aunque me da el barrunto que tiene fotos de todos y las ha hecho valer.
Ocupa un despacho en la sede nacional. En la puerta de su oficina no figura cargo o mención alguna. No hace falta: todos evitan pasar por delante si es posible y nunca dejan de entrar si hay que jugar sucio. Y es que Nerea, como Judas, tiene una reputación.


miércoles, 3 de abril de 2013

10. Paola


De joven, según cuentan las malas lenguas, se empolvaba con frecuencia la nariz. Un par de tiros por cada tocha, lo justo para seguir la noche. Me gustaría creer esos rumores, básicamente porque un cerebro achicharraíto por la cocaína explicaría ese cruce de cables permanente de la colega. También puede ser cosa de la edad. O de no comerse un rosco desde que Colón zarpó para hacer las Américas. O de ser invisible incluso para su perro, la única criatura del universo condicionada para sentir un mínimo afecto por esa hija de la gran puta.
Lo bueno es que se le ve venir, o mejor dicho, que se la oye. El frufrú de su peinado es inconfundible. La tipa debe de meter los dedos en el enchufe todas las mañanas a juzgar por esos pelos de punta que se gasta y esos ojos de loca electrocutá, con las pupilas a punto de escapársele del blanco de los ojos.
Sea cosa de la coca o de la hijoputez que le corre a litros por las venas, esta tarada es una metemierda de aúpa. Y no hay forma de escapar a sus iras: la has cagado si le caes mal y estás apañado como le hayas hecho tilín, tolón, o lo que su perturbada cabeza de chorlito haya interpretado como afecto, porque los quereres de Paola son como las siete plagas de Egipto, pero en versión cutre.
A ella le gusta mangonear, salirse con la suya, imponer su voluntad, que la gente le obedezca. ¿Por qué? Porque sí. Porque le sale a ella de los mismísimos. Ay, esta pequeña Hitler. Pero lo lleva crudo en este sindiós de país donde los ciudadanos perdieron hasta el menor atisbo de disciplina en el jardín de infancia y todo el mundo quiere ser tratado como Dios padre.
Eso la tiene desquiciá a la pobre. Va por los pasillos como un quijote cualquiera, cargando contra unos gigantes que solo ve ella. Pero a diferencia de Alonso Quijano, esta perturbada dinamita molinos o lo que se le ponga por delante sin pestañear, y eso que va puesta de Lexatín casi todos los días.
La gente no es tonta. Paola huele a azufre y eso se nota enseguida, pero da igual cuántas precauciones se adopten. Es imposible esquivar siempre la bala.
Va el buenazo de Matías, el jefe de su Sección, por un suponer, y le dice que no puede cursar su petición de ascenso porque ese puesto exige hablar idiomas y tener un título universitario. Es un requisito administrativo, un dato frío, pero ella lee entre líneas una verdad: es una puta vaga que lleva 25 años haciendo Derecho sin haber aprobado hasta la fecha más que tres asignaturas.
Vuelve a casa, agraviada, agarra a Cuqui y se pasa la tarde, acariciando al can y rumiando su venganza entre anisetes.
—Tú eres el único que me entiende, perrito.
Y como es verdad, el chucho de lanas sabe a la perfección cómo se las gasta su ama, no menea ni un pelo. (El rabo se lo han cortado ya.) Se queda inmóvil como un peluche por lo que pueda suceder, y lo que va a pasar está claro: va a correr la sangre, y en la mejor tradición de la guerra de guerrillas: tirar la piedra y esconder la mano.
La habilidad de Paola consiste en tomar un hecho y masticarlo durante horas hasta convertirlo en algo que un jefe sin muchas luces pueda considerar un ataque personal a su autoridad. Y entre que ella es una cabrona con pintas y que en su empresa jefes sin materia gris los hay a patadas, pues claro, se monta la de San Quintín un día sí y otro también.
Pero donde Piolín, digo, Paola, lo borda es en el marketing. Si acude a un jefe con problemas de autoestima porque es un mierda puesto a dedo y no sabe nada del negocio, presenta los hechos como un caso claro de insubordinación a su liderazgo. Si es una mujer harta de soportar a un marido putero porque tiene tres churumbeles que alimentar, estamos ante un caso claro de infidelidad (a la empresa). Basta con presentar el caso como una prolongación de la neura personal de quien decide.
¿Cómo acaba el cuento? Ahora el despacho de Matías es más pequeño que la caseta del perro y está advertido que a la próxima tontería se va a la calle. El pobre aún no se ha pispado de dónde le ha venido la hostia.
Viéndola con esas pintas de maniquí del Corte Inglés al que le ha salido joroba, nadie podría imaginar que la cosa esa tuvo esposo y dos hijas. Estas salieron por patas a los dieciocho años y cinco segundos, hoy que ni dios se va de casa hasta bien cumplida la treintena, y el marido, bueno, para eso hay dos versiones: la más amable le sitúa en Australia y la otra, más probable, a dos metros bajo tierra.
Paola ocupa una posición de privilegio en este catálogo de tipos despreciables y gentes de mal vivir. Estoy de acuerdo con que hay que curar a los dementes, pero con ella haría una excepción. Está para encerrarla y perder la llave en el fondo del mar, matarile, matarile, rile, rile, y que sea para siempre, matarile, rile, ron, chimpón.