miércoles, 3 de abril de 2013

10. Paola


De joven, según cuentan las malas lenguas, se empolvaba con frecuencia la nariz. Un par de tiros por cada tocha, lo justo para seguir la noche. Me gustaría creer esos rumores, básicamente porque un cerebro achicharraíto por la cocaína explicaría ese cruce de cables permanente de la colega. También puede ser cosa de la edad. O de no comerse un rosco desde que Colón zarpó para hacer las Américas. O de ser invisible incluso para su perro, la única criatura del universo condicionada para sentir un mínimo afecto por esa hija de la gran puta.
Lo bueno es que se le ve venir, o mejor dicho, que se la oye. El frufrú de su peinado es inconfundible. La tipa debe de meter los dedos en el enchufe todas las mañanas a juzgar por esos pelos de punta que se gasta y esos ojos de loca electrocutá, con las pupilas a punto de escapársele del blanco de los ojos.
Sea cosa de la coca o de la hijoputez que le corre a litros por las venas, esta tarada es una metemierda de aúpa. Y no hay forma de escapar a sus iras: la has cagado si le caes mal y estás apañado como le hayas hecho tilín, tolón, o lo que su perturbada cabeza de chorlito haya interpretado como afecto, porque los quereres de Paola son como las siete plagas de Egipto, pero en versión cutre.
A ella le gusta mangonear, salirse con la suya, imponer su voluntad, que la gente le obedezca. ¿Por qué? Porque sí. Porque le sale a ella de los mismísimos. Ay, esta pequeña Hitler. Pero lo lleva crudo en este sindiós de país donde los ciudadanos perdieron hasta el menor atisbo de disciplina en el jardín de infancia y todo el mundo quiere ser tratado como Dios padre.
Eso la tiene desquiciá a la pobre. Va por los pasillos como un quijote cualquiera, cargando contra unos gigantes que solo ve ella. Pero a diferencia de Alonso Quijano, esta perturbada dinamita molinos o lo que se le ponga por delante sin pestañear, y eso que va puesta de Lexatín casi todos los días.
La gente no es tonta. Paola huele a azufre y eso se nota enseguida, pero da igual cuántas precauciones se adopten. Es imposible esquivar siempre la bala.
Va el buenazo de Matías, el jefe de su Sección, por un suponer, y le dice que no puede cursar su petición de ascenso porque ese puesto exige hablar idiomas y tener un título universitario. Es un requisito administrativo, un dato frío, pero ella lee entre líneas una verdad: es una puta vaga que lleva 25 años haciendo Derecho sin haber aprobado hasta la fecha más que tres asignaturas.
Vuelve a casa, agraviada, agarra a Cuqui y se pasa la tarde, acariciando al can y rumiando su venganza entre anisetes.
—Tú eres el único que me entiende, perrito.
Y como es verdad, el chucho de lanas sabe a la perfección cómo se las gasta su ama, no menea ni un pelo. (El rabo se lo han cortado ya.) Se queda inmóvil como un peluche por lo que pueda suceder, y lo que va a pasar está claro: va a correr la sangre, y en la mejor tradición de la guerra de guerrillas: tirar la piedra y esconder la mano.
La habilidad de Paola consiste en tomar un hecho y masticarlo durante horas hasta convertirlo en algo que un jefe sin muchas luces pueda considerar un ataque personal a su autoridad. Y entre que ella es una cabrona con pintas y que en su empresa jefes sin materia gris los hay a patadas, pues claro, se monta la de San Quintín un día sí y otro también.
Pero donde Piolín, digo, Paola, lo borda es en el marketing. Si acude a un jefe con problemas de autoestima porque es un mierda puesto a dedo y no sabe nada del negocio, presenta los hechos como un caso claro de insubordinación a su liderazgo. Si es una mujer harta de soportar a un marido putero porque tiene tres churumbeles que alimentar, estamos ante un caso claro de infidelidad (a la empresa). Basta con presentar el caso como una prolongación de la neura personal de quien decide.
¿Cómo acaba el cuento? Ahora el despacho de Matías es más pequeño que la caseta del perro y está advertido que a la próxima tontería se va a la calle. El pobre aún no se ha pispado de dónde le ha venido la hostia.
Viéndola con esas pintas de maniquí del Corte Inglés al que le ha salido joroba, nadie podría imaginar que la cosa esa tuvo esposo y dos hijas. Estas salieron por patas a los dieciocho años y cinco segundos, hoy que ni dios se va de casa hasta bien cumplida la treintena, y el marido, bueno, para eso hay dos versiones: la más amable le sitúa en Australia y la otra, más probable, a dos metros bajo tierra.
Paola ocupa una posición de privilegio en este catálogo de tipos despreciables y gentes de mal vivir. Estoy de acuerdo con que hay que curar a los dementes, pero con ella haría una excepción. Está para encerrarla y perder la llave en el fondo del mar, matarile, matarile, rile, rile, y que sea para siempre, matarile, rile, ron, chimpón.


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