Tontolaba supino, redicho, mamarracho, pijo, niño
de papá. Estoy siendo blando con él, lo sé, pero supongo que los años endulzan
el recuerdo.
Un futuro protagonista de este blog me envió ayer
un enlace, pincho y me entero de que Crispín ha desaparecido tras protagonizar
un espectacular alzamiento de bienes. Igual que su progenitor, aunque sin tanto
estilo. Miles de trabajadores han quedado en la calle, pero en estos días siete
mil parados ni se notan. Solo dan para una semana de titulares en las noticias
de la televisión autonómica.
Conocí a Crispín padre hace la torta de años y un
poco más. Un tipo elegante y seco, con ese rictus de lagarto viejo tan propio de los prohombres del
franquismo. Impresionaba un poco, porque un ojo le miraba a Cuenca y el otro a
Tombuctú. Tenía un coco fuera de lo común y tablas para decir una cosa y la
contraria en la misma conversación, como todos los hombres de iglesia. Sénior
(llamarle Papuchi, como hacía su retoño, me parece excesivo) hizo fortuna con
Franco. Levantó un imperio de la nada. Amasó una fortuna tal que al cabo de
tres décadas figuró en la lista de los más ricos del país.
Y entonces se armó el belén: le secuestraron en los
años mozos de la democracia, cuando todo iba a ser chupilerindi y el mundo
parecía recién pintado, que diría Sabina, con ilusión y marihuana a falta de
pintura.
Fue un asunto turbio y nunca del todo aclarado. Crispín
padre permaneció en cautiverio cerca de un año. La familia pagó el rescate, pero el
secuestrado no llegó a ver la luz, se les murió; al parecer, estaba enfermo del
corazón.
Tienes mucho tiempo para pensar cuando estás metido en un zulo. Allí
descubres que tu vida de éxito es una puta mierda y que los millones no te
hacen feliz ni libre, que estás lleno de servidumbres, que tus hijos son unos
inútiles y unos ingratos, que tu mujer es una máquina de quejarse a pesar de
que la tienes podrida de millones, que todos los reconocimientos son fingidos, que no puedes comprar más vida, que aquello estaba bien cuando tenías todo
el tiempo por delante, pero no cuando la muerte asoma. Y la solución siempre es
la misma: soltar lastre.
El tipo pactó con sus secuestradores el lugar de la
liberación, Barajas, y se agenció con facilidad un pasaporte falso, preludio de
lo que vendría después, una vida falsa primero en Chile y luego en Brasil, donde se dedicó a las dos
cosas que más le gustaban: las mulatas y la cirugía estética. Las malas lenguas
dicen que se especializó en cambiar la fisonomía de los narcos para ayudarles a
pasar desapercibidos. El tipo era un hacha para los negocios. También se
rumorea que vendió a sus clientes y la DEA le buscó acomodo en Estados Unidos.
No sé si creérmelo, aunque los escrúpulos no iban a ser su problema, de eso
estoy seguro.
Crispín Junior y yo fuimos compañeros de aula. No
curraba ni por equivocación, venía en coche caro al colegio (siempre andaba jugueteando con las llaves del deportivo, para refrotárnolo por los morros, básicamente) y nunca llevaba menos de
diez mil pesetas encima. Era un tipo blando y remilgado que estaba pidiendo un
par de hostias como el comer. El problema es que en vez de dárselas le
confiaron una multinacional. Lo normal en este país, vamos.
El mamarracho ha protagonizado el mayor desfalco de la
historia, dicen, pero eso deben de ser exageraciones. Ningún récord de estafa o corrupción dura mucho en esta España de pandereta. En eso somos una potencia, como en motociclismo.
Sea como fuere, Crispín ha cogido las de Villadiego con un buen pellizco. Deja deudas, esposa y heredero. Y a juzgar por las fotos,
y a pesar de sus cándidas diecinueve primaveras y sus buenas palabras con los afectados,
la criatura promete seguir la tradición familiar.