Los cuatro fantásticos a que me refiero no son un
grupo de superhéroes precisamente, tal vez por eso no se merezcan novelas
gráficas ni películas, pero han hecho méritos sobrados para figurar en este
blog.
Los protagonistas de esta historia son cuatro familias muy «especiales».
Memo es uno de esos motoristas torpes que se rompen
varias veces todos los huesos del cuerpo sin meterse en la cabeza que lo de la
moto y él es un amor imposible. Este vago profesional tiene el mérito de haber
encadenado una de las mayores rachas conocidas de subsidios por desempleo,
minusvalías varias y taras de todo tipo. Ha llegado a convertirse en propietario
(endeudado hasta las trancas) de un adosado por eso del «milagro español», donde
un tonto entraba a una sucursal bancaria para cambiar un billete de diez euros y salía con una hipoteca. Memo
tiene otro gran hobby: el heavy metal. Y desde las diez la mañana atruena al
personal con las canciones más rancias del género.
Solo interrumpe tan sano esparcimiento para
discutir a cajas destempladas con su mujer, una tipa narizota llena de lorzas y
con una cara de bruja impresionante. Y tras el intercambio de insultos (y
golpes), hala, otra racioncita de Iron
Maiden a todo volumen, porque a lo mejor en el Congo no conocen a la banda
de sus amores.
Memo y Mema son una pareja empeñada en educar
musicalmente al prójimo y no dan tregua el vecindario, porque cuando el tipo se
va a dar un paseo con la moto, ella, ¡zasca!, pone Camela hasta que te entran ganas de vomitar.
Tienen un hijo porrero, Bobo, que entra y sale de
la cárcel como si fuera un hostal, y una hija lista a la que no han vuelto a
ver desde que cumplió los dieciocho años.
Los Taradón son tontos. Sin excepción. Para
siempre. Desde siempre. Varios siglos de matrimonios entre primos han refinado su
estupidez a un grado superlativo. Porque Taradín nunca ha sido de muchas luces,
pero Lela es para darle de comer aparte. Juntos los dos, y sin mucha otra cosa
que hacer, han tenido dieciséis hijos, de los cuales han sobrevivido únicamente
tres, Burro, Corto y Zote. No voy a entrar a valorar si por suerte o por
desgracia. La carrera por salvar el apellido Taradón acabó cuando el médico de
la Seguridad Social le hizo una ligadura de trompas a Lela. Porque sí. Ya
bastaba.
En el programa de igualdad de oportunidades para
discapacitados, abierto tras la implantación de la democracia, Taradín
consiguió trabajo como conductor de autobuses. Tras un carrerón de quince
accidentes en un mes, los del Ayuntamiento, que a veces tienen el corazón de
piedra y otras se pasan de buenos, le mandaron a las oficinas de la Empresa
Municipal de Transporte con el cometido específico de apoyarse ocho horas en el
muro de la entrada para evitar que este se cayera.
Y el tipo encima lo cuenta con orgullo. Pero ¿qué
puedes decirle? ¿Que es tonto?
Hasta ahí, bueno, mala suerte. Pero el problema es
que los Taradón son rencorosos, maldicientes, cotillas, envidiosos. No quieren
subir ni mejorar. Se odian a sí mismos y lo pagan con los demás.
Los Zurra también son de aúpa. El patriarca, Recio,
es un policía con juicios por malos tratos a los detenidos hasta 2032. El tipo
no se inmuta ante semejantes minucias. Tiene otras causas pendientes que tampoco le quitan el sueño. Ha
protagonizado un par de accidentes sonados, donde, además de tener la culpa e
ir bebido, pegó al conductor del otro coche. Y encima no tiene seguro.
Recio Zurra debe dinero al ayuntamiento, a
Hacienda, a su familia y al Corte Inglés. Solo ha conseguido sacarle dinero el
Banco Santander, pero claro, hay que ser Emilio Botín para poder con este
pieza. Es otro que está entre rejas a temporadas. Pero lo lleva bien. En la
cárcel conoció a Bobo, el hijo de Memo, que le habló del estupendo barrio en
que vivía su padre. Y se hicieron amigos, y luego vecinos, cuando Recio alquiló
otro adosado en 1989. Hasta la fecha no ha pagado ni un chavo al casero, y
cuando este le reclama las mil mensualidades que le debe, al tipo le entra la
risa floja.
Recio está casado con una ladrona compulsiva, Sisa,
y tiene dos hijos, los dos metidos en política, con cargos de medio pelo. Para
chupar del bote sin que se les vea mucho, por consejo de Recio, un fino estratega.
Los Chúlez son bordes hasta decir basta. No se
trata de que protesten con grosería cuando tienen razón, que lo hacen, sino que
llevan eso de ser echaos p’alante a extremos insospechados. Echan
sus bolsas de basura en los cubos de los vecinos y se los comen a gritos como a
estos se les ocurra emitir la más mínima queja.
Tienen por costumbre dar
fiestas movidas hasta las tantas, y ponen la música a tal volumen que tiemblan
las estructuras de los edificios de alrededor.
El padre tiene voz de pito; la madre, de flauta; y
la hija de camionero. No suman un gramo de inteligencia entre los tres. Y el
nieto va por el mismo camino. ¿Conocen ustedes el juego de las formas? Es una actividad de educación inicial consistente en encajar unas figuras geométricas
básicas. Da una pena ver al Nano intentando meter un rectángulo en un
contenedor con forma de círculo. Gu, gu. El Nano tiene nueve años y lleva
cuatro o cinco intentándolo. Qué nivel, Manuel.
Y como sobraba talento en la familia, decidieron
prohijar a un descerebrado, un primo suyo que andaba suelto por el mundo, Ramón Fanfarrias, un
fantasma del copón.
Cuatro apellidos. Cuatro familias. Los cuatro
fantásticos.
Este póquer de ases ha convertido su rincón del
barrio en un lugar fino y de categoría, razón por la cual, sin duda, se le
conoce comúnmente como La Taza (del váter, claro).
El problema es que nadie tira de la cadena hasta
que se lía.
Los Chúlez son más vagos que la chaqueta de un
guardia y suelen aparcar donde les sale de las narices si así se ahorran medio
metro de andar. Muchas veces plantan el coche en medio de un paso de cebra y es
normal que lo dejen encima de la acera. Porque ellos lo valen. ¿Pasa algo, u qués?
El otro día, por ejemplo, eligieron el vado
permanente de un chalé, el de Mihaela, una señora mayor, y encima rumana. ¿Mujer,
anciana y rumana? Un ser de tercera para unos racistas como ellos, claro.
Ramón Chúlez miró la señal de prohibido aparcar y se
echó una carcajada.
—¡Que se joda! —soltó, muy chulo él, y mientras dijo para sus adentros: «Seguro
que no tiene papeles».
Y después de ese profundo pensamiento se metió un
cocido y media botella de vino, argumentos de peso para echarse una siesta de
campeonato, que hay que levantar el país. A eso de media tarde se despertó con
picores por debajo del cinturón y decidió irse al puticlub, pero cuál no sería
no su sorpresa al no ver su vehículo y descubrir que la señora rumana había avisado
a la grúa.
—¿Que la vieja m’a
mangao el coche?
Ramón volvió a su casa y armó la de Dios (mientras
tomaba un tentempié, que sestear es agotador) y después, en compañía de su tío,
visitó a los Taradón, a Memo y a los Zurra, pues el negocio estaba hecho a su
medida. Y el corrillo de puerta en puerta acabó donde concluye todo en este
país, en el bar, y allí empezó a correr el vino, se les calentó la boca, les
hirvió la sangre y con los vapores del alcohol se les evaporó el poco sentido
común que sumaban entre todos. A eso de la medianoche, cuando cerró el garito,
no antes, decidieron hacer una visita de vecindad a la anciana. Es decir, iban
a darle un susto para acojonarla y que se aguantara sin rechistar la próxima
vez que estacionaran delante impidiéndole el paso.
Diez tipos contra una pobre vieja. Cuánto valor.
Qué bravura. Serían el orgullo de los Tercios, y tal.
Así que al final se van todos en comandita al chale
de Mihaela haciendo eses, unos por exceso de copas y los otros por sus
problemas motrices. Se apelotonan en la entrada para infundirse valor y llaman
al timbre, y como Mihaela ni se molesta en abrir, arman bulla, sueltan risas,
cantan el «Cara al sol» y empiezan a envalentonarse.
No habría pasado nada, pues al fin y al cabo, unos
fanfarrones nunca encierran gran peligro. El problema son los estúpidos. Siempre
hacen algo indebido. Y para eso estaban ahí los Taradón. Burro tiró un chicle
al interior del chalé, a su hermano Corto le hizo gracia y tiró una moneda de
un céntimo (es agarrado además de tonto), y Zote arrojó una botella de cerveza
con la mala suerte de que se coló por una ventana y le abolló la frente a un
nieto de la señora Mihela.
Y se armó el belén, claro.
Ninguno de estos tarados mira más allá de sus
narices, si no habrían sabido que Mihaela tiene cuatro churumbeles: Constantin,
Florín, Adrián y Marian, y todos con más antecedentes que Caín. Constantin está
metido en la trata de blancas y medio regenta un burdel. Florín presta dinero
con usura (y mejor no entrar en detalles sobre sus sistemas de cobro). Adrián
encabeza una banda de chatarreros, dice él, pero ha ido al trullo por otras
cosas, según el juez, y Marian mangonea a cien mendicantes, que están de sol a
sol en los portales de todas las iglesias a ver qué sacan.
Mientras la anciana lloraba por el nieto
descalabrado salieron por la puerta cuatro tíos barbados grandes como armarios y
empezaron a repartir hostias como panes. Los graciosos recibieron hasta en el
carnet de identidad.
Recio Zurra tuvo tiempo de llamar a la policía, que,
para desgracia de todos, se personó en un pispás. Los rumanos les dieron
estopa, y la pasma volvió con refuerzos, pero los cuatro hermanos habían
llamado a su gente que, acostumbrada a ver volar las cuchilladas, no tuvo
problema en dar una somanta de leches a los municipales y a los antidisturbios.
Algunos vecinos grabaron todo con los móviles y
subieron las imágenes a internet. Fue un notición en los medios de comunicación
locales y las televisiones lo emitieron a bombo y platillo, antes de que se
impusiera la cordura y la libertad de información (sin pasarse), y pensaron que
no hacía falta dar ideas ni decir que las fuerzas de seguridad no cortaban ni
trinchaban ni pizca en ciertas zonas de ciertas ciudades.
En La Taza, los mentecatos provocadores del
entuerto fueron saliendo del hospital poco a poco y se dedicaron a odiar a los
rumanos en sus casas, y calladitos.
Pero no por mucho tiempo.
A pesar de todo ese follón, Taradín de Taradón no
terminó de pillarle el punto al hecho de que no convenía bloquearle la salida a
la señora Mihaela y empezó a aparcar allí porque siempre estaba libre, y así se
ahorraba el dar vueltas en busca de un sitio.
Siempre fue un majadero.
Por suerte para Taradín, su ángel de la guardia es
un tipo con influencias. Eso, o la señora Mihaela tiene grandes dotes
didácticas.
Sea como fuere, un día el coche de Taradín apareció
sin ruedas ni asientos ni motor. Y oye, fíjate, a partir de ese momento todo el
mundo respeta el vado permanente de los rumanos.
Si es que hablando se entiende la gente.